martes, 24 de julio de 2007

trago amargo


Cerré los ojos y tragué fuerte, con dificultad. Mi boca se puso espesa y una ola de náusea me subió desde el estómago. Mi mente empezó a correr; no sé si fue porque lo estaba esperando, pero mientras mi memoria me bombardeaba con cien caras, mil preguntas y un millón de lágrimas, mi conciencia se preguntaba qué estaba pasando y si había ya comenzado o si sólo era sugestión, fascinada con la veloz claridad.
Ví situaciones, sentimientos, razones y reacciones, venían hacia mí como carteles en la carretera y desaparecían detrás de mi cabeza. Yo las dejaba ir, atenta a lo que venía, arrancándome las preguntas sin dolor, como costras infectadas pegadas a un parche húmedo.
Lentamente se me iban calzando los pedazos en la cabeza agujereada. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí entera. No me importó qué pasaba con la gente acostada o agachada que llenaba la habitación maldiciendo -asumí- a sus propios carteles y vomitando sus propias espinas; en el interior de mis párpados el sol asomaba anticipando un día azul y brillante.
Me quedé ahí tendida, disfrutando de esa felicidad tibia todo lo que pude sin querer interrumpirla, pero pronto deseé compartirla con mi compañero. Tomé su mano a tientas y abrí un ojo para tratar de averiguar qué pensaba, si él también sabía. Intenté traspasarle lo que me habitaba, pero ante la incapacidad de mi boca de mantener el ritmo, me di cuenta de que lo único que podía hacer era amar y desear que pudiera ver un paisaje semejante y seguir contemplando el mío.
Me asombró la fluidez del movimiento de los danzantes y traté de concentrarme en lo que impulsaba su gracia. De pronto una voz íntima y conocida me susurró serena en el oído:
--Déjalo ir.
--Déjalo ir-- repetí, incrédula primero y alegre después, ante cada cartel que volaba sobre mí.
Sin querer soltar mi regalo, poco a poco tuve que asumir que desde el fondo surgía la orden de empezar a moverse.
Abrí los ojos tratando de encontrar la pequeña lucecita roja que, sabía, me diría a dónde ir, pero por más que abría los ojos todo lo que podía, no veía más que negro. Comencé a caminar a ciegas, sin preocupaciones. Sabía que todos aquellos a quienes pisaba y despertaba me perdonarían, porque todos estábamos en lo mismo.
En vez de mi objetivo encontré una puerta, y salí sabiendo que eso era aún mejor.
Hice lo que tenía que hacer, pero luego no pude volver, y simplemente me senté a esperar. El tiempo pasaba y nada cambiaba; mis ojos seguían negros, pero yo seguí sentada, sintiendo el frescor de la noche de verano bajo los árboles, sin miedo. Serena, al fin.
Muchos siglos pasaron sin ser demasiado. Todavía sonreía en la total oscuridad, cuando una mano asió la mía y un brazo mi cintura, levantándome de la tierra. Una voz querida guió lentamente mis pasos entre los cuerpos negros que yacían en la negrura. Vistiendo sus propios faros antiniebla, mi compañero logró llevarme de vuelta a mi lugar.
Lo que siguió ya sólo fue la belleza de una hoja asimétrica de begonia y la paz, que se colaba cabalgando en haces de puntitos luminosos que revoloteaban. Mis ojos abandonaron su ceguera a la par del día, y ya sólo quedaba esperar a que la claridad y sus murmullos terminaran de llenar el lugar. Todos empezaban ya a moverse, la mayoría con la ropa blanca arrugada y manchada y la cabeza desordenada, pero con una luz extraña en la cara. Miré a mi compañero y deduje que yo debía verme muy parecida.
Mi mente ya no corría, también estaba tranquila. Mi boca por fin la alcanzó cuando nos sentamos en un rincón del parque a compartir un poco de humo. Todo se veía hermoso: el verde, el azul, la luz y la sombra. Incluso los miembros de una secta que movían sus brazos
vestidos de azafrán en cámara lenta bajo la mañana.
--¿Te habló la Señora?-- le pregunté mirando sus ojos inusualmente grandes y verdes.
--No-- pero yo veía muy profundo hacia adentro y supe que algún murmullo había escuchado. --¿A tí sí?-- preguntó.
--Me dijo lo que necesitaba-- dije sin poder creer aún lo simple del mensaje: --Déjalo ir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

increible relato, es hermoso, en serio me dio la impresion de que las palabras pueden aprehender mucho mas de lo que yo pensaba, felicitaciones por el instante, alguna vez ojala me toque hablar con la señora...por ahora me conformo con don pedro.

saludios cordiales

Anónimo dijo...

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